Diario de Colima

2022-09-23 19:22:41 By : Ms. nancy wang

HAY tantos cacharros acumulados en nosotros. Apenas tenemos uso de razón nos convertimos en memoriosos cacharreros. Nos vamos llenando de trastos inservibles que la vida amontona en el entrecejo o en los hombros. Legajos de papeles, fotos, pilas de libros; cajas de madera o cartón repletas de absurda y cariñosa basura; cascajos de tiempos y amistades derruidas. Todo se convierte en recuerdo y memoria. Anoche, mientras la tierra temblaba y el insomnio prendía las luces de la casa, quise cerciorarme de que mis cacharros seguían conmigo. Y aquí siguen, hacinados, hechos un desbarajuste, como seguramente estarán los suyos. Uno no sabe por qué razón y para qué amontonamos, como ropavejeros, una pila de frases, rostros, sucesos o risas —tanto propias como ajenas—. Le contaré en qué consiste uno de mis memoriosos cacharros: Un día llamó Rogelio, un viejo amigo. No había tenido noticias de él desde los días de escuela. Rogelio era listo en Física y Matemáticas. Yo, apenas, en Gramática. Para mí las palabras eran familiares y contundentes. Y me alegraba por ello. Pero Rogelio me ganaba en alegría aduciendo que los números siempre son exactos. Tan exactos que de alguna manera, muchos años después, consiguió los de mi teléfono. Desde el otro lado de la línea me invitó a tomar una cerveza. Entre el “cómo te ha ido” y el “vamos por un trago”, puso en evidencia su cargamento de cacharros: “te acuerdas de…”, dijo, y empezó a hacer un interminable inventario de años idos (gente, sucesos que dieron significado a su vida). Lo escuché y le respondí que tal vez iría por esa cerveza. Puso lugar y fecha, y nombró a otro invitado más: “también vendrá Vicente”, dijo. Así que, días después, me encontré con Rogelio y Vicente en la mesa de un bar. Vicente también fue compañero de escuela. Él era aplicado en Geografía e Historia. Me ganaba nombrando las capitales europeas y las fechas de las batallas decisivas en las dos guerras mundiales. Pedimos cervezas y un refresco, porque Vicente evitaba el alcohol: “Todas las cosas de las que me arrepiento las hice ebrio”, nos confesó. Lo compadecí. Iba a decirle que el verbo arrepentir nunca me ha gustado, pero Vicente me ganó la palabra para enumerar todas las capitales de Europa, ensayando después una sonrisa de triunfo: sus cacharros, como los nuestros, también seguían con él.

HAY tantos cacharros acumulados en nosotros. Apenas tenemos uso de razón nos convertimos en memoriosos cacharreros. Nos vamos llenando de trastos inservibles que la vida amontona en el entrecejo o en los hombros. Legajos de papeles, fotos, pilas de libros; cajas de madera o cartón repletas de absurda y cariñosa basura; cascajos de tiempos y amistades derruidas. Todo se convierte en recuerdo y memoria.

Anoche, mientras la tierra temblaba y el insomnio prendía las luces de la casa, quise cerciorarme de que mis cacharros seguían conmigo. Y aquí siguen, hacinados, hechos un desbarajuste, como seguramente estarán los suyos. Uno no sabe por qué razón y para qué amontonamos, como ropavejeros, una pila de frases, rostros, sucesos o risas —tanto propias como ajenas—. Le contaré en qué consiste uno de mis memoriosos cacharros:

Un día llamó Rogelio, un viejo amigo. No había tenido noticias de él desde los días de escuela. Rogelio era listo en Física y Matemáticas. Yo, apenas, en Gramática. Para mí las palabras eran familiares y contundentes. Y me alegraba por ello. Pero Rogelio me ganaba en alegría aduciendo que los números siempre son exactos. Tan exactos que de alguna manera, muchos años después, consiguió los de mi teléfono.

Desde el otro lado de la línea me invitó a tomar una cerveza. Entre el “cómo te ha ido” y el “vamos por un trago”, puso en evidencia su cargamento de cacharros: “te acuerdas de…”, dijo, y empezó a hacer un interminable inventario de años idos (gente, sucesos que dieron significado a su vida). Lo escuché y le respondí que tal vez iría por esa cerveza. Puso lugar y fecha, y nombró a otro invitado más: “también vendrá Vicente”, dijo.

Así que, días después, me encontré con Rogelio y Vicente en la mesa de un bar. Vicente también fue compañero de escuela. Él era aplicado en Geografía e Historia. Me ganaba nombrando las capitales europeas y las fechas de las batallas decisivas en las dos guerras mundiales. Pedimos cervezas y un refresco, porque Vicente evitaba el alcohol: “Todas las cosas de las que me arrepiento las hice ebrio”, nos confesó. Lo compadecí. Iba a decirle que el verbo arrepentir nunca me ha gustado, pero Vicente me ganó la palabra para enumerar todas las capitales de Europa, ensayando después una sonrisa de triunfo: sus cacharros, como los nuestros, también seguían con él.

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