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2022-07-01 19:07:58 By : Ms. Tina Zhang

Cuando ha nacido cada uno de mis cuatro hijos he repetido un ritual, voy a la misma fuente de soda a tomar unos schops y comer un sánguche. Es el Quick Lunch Alemán, una fuente de soda a la que voy desde que por el año 90 empecé a vivir solo en Santiago. Una barra vieja, algunos taburetes anclados al piso, la cocina a la vista con una plancha y un refrigerador que siempre tiene los mismos ingredientes: verduras, carnes y panes.

En cada una de las cuatro oportunidades he contado por qué estoy ahí a quienes me atienden. Todos me saludan y juntos recordamos como ha sido eso tan único y especial para los hombres como es recibir un hijo, y como es ese momento en el que abandonamos la clínica y nos quedamos un rato solos, emocionados de saber que hay otro ser humano conectado para siempre con uno.

Algo me pasa ahí que me gusta sentir siempre en soledad. Es como la necesidad de vincularme con mi pasado y a la vez con mi futuro.

A fuentes de soda como esa me llevaban mis padres en alguna salida. Era la manera rápida de celebrar algo o de comer después de alguna ida al doctor, o de la sufrida entrega de calificaciones del colegio a fin de año.

El paso por una fuente de soda fue el primer acercamiento que tuve a los boliches. Permanecen intactas en el tiempo; siempre son iguales. No tienen nada que explique lo que son, a veces ni siquiera un gran cartel y mucho menos se explicita que es una fuente de soda. Han cambiado muy poco en las últimas siete décadas y encarnan la manera cariñosa de comer en los barrios o en el centro de la ciudad, aunque también sufren del desprecio de la modernidad y, como ocurrecon algunos lugares, van perdiendo clientela que aspira a ser representada por la moda de lo caro, de lo nuevo o de lo global.

La Antigua Fuente, Las Lanzas, Fuente Alemana, Lomit’s, Quick Lunch Alemán son para mí de las mejores porque mantienen un espíritu, un lenguaje y una estructura que no cambia con el paso de los años.

El lenguaje de la fuente de soda lo define la barra con taburetes, la plancha a la vista con el maestro que casi siempre es un hombre vestido de blanco con una espátula y un cuchillo en la mano, el mesón refrigerado con tomates, palta, mayonesa, americana (pickles triturados), chucrut de repollo blanco, quesos, huevos y una infinidad de alimentos de temporada.

Se bebe schop frío, rubio o negro, en vasos grandes y sobre la barra hay unas mamaderas de tres colores distintos que no tienen nombre, pero que todos sabemos qué son según su color: mostaza, kétchup y salsa de ají picante. Las servilletas están en unos conos que se despliegan hacia el techo, la carta queda escrita en algún letrero sobre la pared e incluye siempre lo mismo: churrascos, lomitos de chancho y a veces fricandelas. En algunas hay una televisión encendida para ver el futbol o las noticias.

En pleno centro de Santiago, en la plaza de Armas hay un lugar muy especial, el Portal Fernández Concha, un edificio muy antiguo lleno de pasajes y galerías centenarias que conectan a diversas calles del centro. En una de sus caras, justo bajo el portal que da a la plaza, hay un pasillo lleno de fuentes de soda y entre ellas una muy especial, quizás la más antigua de Santiago. Se llama El portal ex Bahamondes y hace referencia a la primera fuente de soda que hubo en Santiago. Estuvo a cargo de don Eduardo Bahamondes, quien trajo la idea de vender hotdogs desde el Nueva York de los albores del siglo XX, cuando asomaban como una nueva forma de comer de la clase trabajadora. Hasta el día de hoy, pasan miles de personas por los pasillos del portal saciando el hambre con una comida que si bien es rápida, también es muy sabrosa, y no requiere mucha presentación por quienes la ofrecen.

En Ñuñoa, una comuna del suroriente de la capital, hace casi 70 años que está Las Lanzas, frente a la plaza central de la comuna. La conozco desde niño, vivía a pocas cuadras y estudié en un colegio que se alcanza a ver desde sus mesas. Las Lanzas es como la reina madre de las fuentes de soda. Ofrece comida casera además de los sanguches y también se bebe vino, es el punto de reunión obligado de vecinos, autoridades comunales, paseantes ocasionales y del bullente mundo cultural que rodea la plaza.

Su dueño, don Manuel Vidal, fue un gallego que llegó a Chile por los años 50 y trabajó, atendiendo su fuente de soda, desde que yo tengo memoria hasta casi el día en que falleció. Cuando estaba en el colegio me arrancaba a Las Lanzas a comprar completos (hotdogs), y de universitario pasábamos con amigos a almorzar lentejas con chorizo, callos, cazuelas o pescado frito. Manuel nos miraba crecer desde la caja. A medida que el tiempo transcurría lo fuimos visitando con nuestros hijos, los tomaba en brazos y les regalaba golosinas que guardaba celosamente bajo su caja.

La vida pasa, los oficios pasan y también pasan los matrimonios y pasé a vivir a otras comunas. El día que me separé me fui a Las Lanzas desde la mañana hasta la noche, y en una mesa recibí a mis amigos nuevos y a los antiguos, a los amores que se iban y a los que llegaban. Manuel me miraba y a ratos me mandaba algunas cosas para comer. Al irme esa noche me abrazó y me dijo que no me perdiera del barrio.

El día que Manuel murió, su familia lo veló en la iglesia frente a la fuente de soda. Su hijo ya estaba a cargo del boliche con su madre y llegamos decenas de parroquianos a despedirlo, a recitar poemas, a cantar junto a él las canciones que le gustaban.

Algo tienen las fuentes de soda que no tienen los restaurantes de hoy en día. Son la taberna o el bar de la esquina, son el restaurant casero, las fuentes de soda son el barrio. Y a pesar del desprecio de la poca prensa especializada, incluso del de las nuevas generaciones que prefieren el sushi o aperol de moda, las fuentes de soda siguen estando ahí, cariñosas, cercanas y sabrosas, esperándonos llenas de memoria.

Entrar allí es como volver a ser niño. Lo hago hora acompañado de mi hijo, hoy convertido en un amigo cómplice, para comer y beber un pedazo del pasado.

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