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Con el pecado original de haber nacido en Barcelona como mi madre, y sumado a que mi padre no regresó a Torrelavit, siempre he echado de menos tener pueblo. Poder decir me voy al pueblo sin tener que especificar cuál, porque es el mÃo. No con la idea de segunda residencia: eso de vaciar la nevera, apagar el diferencial y cerrar la llave de paso del agua para no volver hasta las próximas vacaciones.
De niña tuve un poco de pueblo. Pasaba una parte de los veranos entre Sant Celoni y Campins en la masÃa de unos parientes. Mi madre me cargaba con una bolsa de El Corte Inglés con una caja de galletas metálica y dos botes de cristal de melocotón en almÃbar. Pórtate bien, sé agradecida y ayuda a poner la mesa, me decÃa. Y si te dan un plato de verdura, no pongas cara de asco. En Barcelona jugaba con la hija de la portera en la entrada del edificio, fuera pasaban coches. En Can Costeta no habÃa lÃmites: corrÃamos por los campos, entrábamos en el gallinero, veÃamos matar conejos, ordeñar vacas, recogÃamos moras y nos encaramábamos a las balas de paja. Todo era nuevo para mÃ, y mis primas, más pequeñas, eran mis maestras. BebÃamos gaseosa.
Años después estoy en La Llacuna. Por primera vez he pasado el mes de agosto en una casa en que hay que hacer obras. Con lo mÃnimo. Y no hace falta más. Por la mañana, ir al estanco y comprar el diario, tabaco y un kilo de tomates del huerto de Kathrin. Tomar el cortado en La Pansa –le cambiaron el nombre, pero todos siguen diciendo La Pansa y asà será por los siglos de los siglos–. Desbrozar el jardÃn salvaje y luego el vermut en la piscina; con o sin baño, el bar de la piscina al mediodÃa es el centro del mundo. DÃas de fiesta mayor y de hacer planes con los amigos para participar en el concurso de paellas del año que viene: tenemos a la mejor chef. Al atardecer, salir a caminar hasta una de las fuentes, este año secas. En un prado subiendo hacia el roble de Ancosa un corzo te regala una coreografÃa. O pasear entre viñedos: hoy contar cepas para este lado, mañana contar cepas para el otro, como dice Joan Gol.
Los recuerdos de la niñez y las vacaciones que se acaban me renuevan el deseo de pertenecer al pueblo. Pero los llacunenses fruncen el ceño y me hacen saber que en verano todo es fácil, pero que hay que haber pasado por lo menos tres inviernos para poder decir: mi pueblo.
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